Charlar con el padre Paolo Lastrego invita a disponer de un tiempo, ojalá infinito, para disfrutar en plenitud de una amena conversación. Con un relato cálido que transporta a través de la historia, en medio de la saga de su vida y sus incontables anécdotas, se descubre a una persona entrañable, carismática y con un corazón noble.
Son cincuenta años de sacerdocio. Cincuenta años repletos de vivencias, recuerdos, enseñanzas y moralejas. Memorias dulces y también episodios con gusto agraz. Como la vida misma.
Lo contacté al teléfono para concertar reunirnos, aún no había tenido el gusto de conocerlo. Amablemente fue él quien llegó hasta la oficina, pese a ofrecerle yo visitarlo al lugar donde él dispusiera. Su historia es tan fascinante que fueron necesarias dos jornadas para conocer la huella de su vida. Con una memoria que cualquier estudiante la quisiera, revive con detalles precisos cada anécdota que cuenta. Su gracia narrativa convierte al interlocutor en un espectador ansioso por saber más y más de cada capítulo que evoca.
Con una cronología perfecta revive la historia de su vida.
Nació en Génova el 2 de junio de 1945, el mismo día en que hoy se celebra la fiesta nacional de su país, Italia, y el mismo año en que recién culminaba la Segunda Guerra Mundial. Es el cuarto hijo de una familia tradicional conformada por ocho infantes nacidos. Recuerda su niñez siempre con su familia, entreteniéndose con cualquier cosa. “Como algo normal, todos apatotados”.

La génesis de una vocación
Curiosamente y contrario a lo que se puede esperar, el Padre Paolo no reconoce un momento exacto donde nace su vocación por la vida sacerdotal. “Es una historia completa que fue madurando, una vida que se entrega al apostolado. Es un proceso donde interviene la familia, interviene la parroquia”. Sin embargo, a los nueve años un sacerdote amigo de su familia les preguntó a él y a su hermano menor qué querían ser cuando adultos y ambos respondieron, sin titubear, que serían curas.
Al atisbar una vocación tan temprana, los dos hermanos fueron convidados para realizar sus años de enseñanza básica como internos en un preseminario. Al ser el mayor, varias veces le tocó defender a su hermano pequeño de las bromas típicas de los niños en edad escolar, por lo que “pasaba castigado casi todos los días”. Resultado: al final de ese año, por su conducta, en el colegio determinaron que no tenía vocación sacerdotal.
Sin embargo, nuevamente una comisión le tomó un examen para aclarar si efectivamente tenía vocación, por lo que ante cada pregunta que le realizaron en la prueba sólo respondía “quiero salvar muchas almas”. Así convenció a los examinadores y finalmente fue aprobado, ingresando al Seminario Menor con casi once años. Al Seminario Mayor ingresó cuando cumplió los 16, permaneciendo allí hasta su viaje a Chile a los 20 años.
Ya casi al culminar el Seminario Mayor, el clero diocesano permitía a los seminaristas ir de misionero con alguna congregación y ahí terminar su formación sacerdotal. Además, al Padre Paolo aún le faltaba concluir sus cuatro años de Teología, por lo que la idea de finalizar su preparación en otra latitud era muy interesante para su inquieto corazón. Además, con las noticias sobre el Concilio Vaticano entendió que la Iglesia no empezaba ni terminaba en Génova.
En paralelo, su hobby lo destinaba a leer literatura relacionada con los valores cristianos: Tolstoy, Dostoievski. Le llamaban la atención los contenidos que trataban sobre la vida cotidiana y la religión, en esas novelas encontró el mundo real de la vida en la calle, como en Los Miserables de Víctor Hugo. Se enteró de una realidad que no conocía y vio cómo la fe entraba en las vidas narradas. Con esas lecturas aprendió a cuestionar, a discutir y debatir con argumentos. Aprendió que leyendo se piensa, surgen dudas y se le pregunta al profesor, desarrollando su pensamiento crítico.
En el Concilio encontró respuestas a sus inquietudes, que se parecían a las reflexiones que estaba desarrollando, por lo que determinó que no quería permanecer en Génova sino ir a misionar. En 1964 estaba por empezar los estudios de Teología cuando finalmente decidió que debía viajar a la misión como seminarista.
El camino para llegar a esta larga y angosta faja de tierra
Al ver las noticias se enteró que el Concilio Vaticano pedía no sólo religiosas o sacerdotes, sino también seminaristas para América Latina. “Es un territorio de herejías y de falta de doctrina, no es para ti”, le decía el cardenal Giuseppe Siri. Tuvo que conseguir en la congregación de los Jesuitas un informe de cuáles eran las universidades en América Latina que impartieran una sana doctrina. Las únicas dos eran la Universidad Católica de Buenos Aires y la Universidad Católica de Santiago.
En sus palabras, el Padre Paolo “no tenía idea dónde estaba Chile salvo lo que se veía en el mapa”. Sin embargo, decidió venir tras leer en una enciclopedia que era el único país del mundo que no tiene serpientes venenosas. Entusiasmado se contactó con el Cardenal Raúl Silva Henríquez, quien le comunicó que estaría en Roma con su asesor, el entonces presbítero Jorge Medina, quien sería el evaluador.
El viaje a Roma fue épico. Acompañado por un amigo seminarista que tenía la misma inquietud, partió desde Génova en un Fiat 500 que les dio mucho quehacer durante los 600 kilómetros que lo separaban del Vaticano. Tras anécdotas y chascarros, llegó a Roma el día de la clausura del Concilio en 1965, siendo examinado por Jorge Medina en la casa de los Salesianos. Tuvieron que pasar cuatro meses para finalmente recibir la respuesta de su aprobación y que sería admitido en el Seminario Pontificio de Santiago, empezando sus clases en la Universidad Católica de Chile el 6 de marzo. Corría el año 1966 cuando a los 20 años, siendo menor de edad, debió pedir autorización a sus padres para poder abordar el primer avión de su vida con destino a nuestro país. Pasarían casi diez años antes que volviera a tocar tierra en su querida Italia.
Viviendo en modo chileno
Parte del antiguo currículum estipulaba que los seminaristas, antes de ordenarse, debían contar con dos años de experiencia laboral para que aprendieran y conocieran el costo de ganarse la vida, por lo que durante dos años estuvo trabajando en Santiago. En tanto, le restaba un año para finalizar su curso de Teología y rendir su examen para ser ordenado. Sin embargo, el Cardenal Silva Henríquez le indicó que debía retornar a Italia porque la situación de la Iglesia en Santiago estaba muy complicada, por lo que pidió a los obispos de Chile que los seminaristas volvieran a sus diócesis y los extranjeros a su país. Pero el Padre Paolo nunca fue a buscar el pasaje comprometido para regresar, pues volver significaba perder dos años a lo ya avanzado. Decidió quedarse en Chile sin comunicarlo al Cardenal.
En esa realidad su estadía y sobrevivencia corrían por cuenta propia. Pero al ser un hombre de Dios, Nuestro Señor nunca lo abandonó. Pudo alojarse en el Seminario mientras ofició de cuidador del inmueble durante el periodo de verano y en 1969 trabajó como taxista para costear sus gastos en ese último año de universidad. Experiencia: cantidad de chascarros con los pasajeros al no hablar bien el idioma y desconocer el plano cartográfico de las calles en Santiago.
En enero de 1970, recién egresado de la universidad, viajó a Calama para reunirse con Monseñor Orozimbo Fuenzalida, que en 1968 había sido nombrado obispo de esa diócesis y a
quien conocía porque frecuentaba el Seminario para visitar a sus seminaristas. Sin un peso en los bolsillos y desligado de la ayuda del cardenal, los primeros días de enero el Padre Paolo se subió a un camión con destino el norte de Chile, siendo su parada intermedia el cruce de Antofagasta. Pero debía llegar a Calama. Era de noche, pleno desierto, un frío que calaba los huesos. Ni un alma en la carretera. Cuando a lo lejos divisa una luz que, al acercarse, da cuenta de un bus que se detiene al verlo en esas circunstancias. “¿Qué haces ahí, a dónde vas? ¡Sube!” le gritan desde adentro: era el bus del equipo de Cobreloa que lo llevó hasta Calama. Los caminos de Dios son perfectos.
Una vez reunido con Monseñor Fuenzalida, éste le comentó que prontamente sería trasladado desde Calama y que debería ubicarlo una vez que estuviera en su nuevo destino, para que fuera con él. Ya de vuelta en Santiago, por contacto del obispo se quedó con un matrimonio italiano: Franco y María fueron sus padrinos en el momento de su ordenación como sacerdote, pues con la premura sus padres no alcanzaron a llegar desde el viejo continente. En tanto, su último tiempo en Santiago -entre enero y junio de 1971- lo vivió con esta familia y trabajó en la fábrica de molienda de mármol de la que eran propietarios, realizando labores de aseo y otras funciones.
Así concluyó su paso por la capital, incorporando en su currículum las nuevas experiencias y encontrando una familia coterránea adoptiva.
Su huella en nuestra Diócesis
En junio de 1971 se presentó en la puerta de la casa de Monseñor Orozimbo Fuenzalida, en calle Ercilla, siendo inmediatamente destinado a acompañar al padre Elloy Parra en la Parroquia Nuestra Señora de Fátima. Un día, terminando el verano de 1972, lo llamó Monseñor para comunicarle su intención de ordenarlo sacerdote, sin embargo, debía regularizar su situación pues su formación figuraba en Santiago. Sorpresa mayúscula fue para el Cardenal Raúl Silva Henríquez enterarse que el Padre Paolo jamás se fue de Chile la vez que le sugirió dejar el país por el contexto de entonces.
Fue ordenado diácono en la Parroquia Nuestra Señora de Fátima en mayo y el 22 de julio de 1972, a las siete de la tarde, recibió la bendición de Monseñor Orozimbo Fuenzalida, siendo ordenado sacerdote en la Catedral de Santa María de Los Ángeles.
Ya investido de cura continuó como Vicario Parroquial por lo que restó del año 1972 y permaneció en la Parroquia Nuestra Señora de Fátima hasta 1975. Tras volver de Italia ese mismo año, luego de un par de meses fuera del país en resguardo por la situación nacional, fue destinado como párroco a la recién creada Parroquia Santa Gemita de Santa Fe, trabajando con los campesinos de la zona hasta 1981. Ese año Monseñor Fuenzalida lo destinó a Nacimiento donde permaneció por catorce años, asumiendo como Vicario Pastoral.
En 1988 Monseñor Fuenzalida fue trasladado hasta San Bernardo, quedando como obispo Monseñor Adolfo Rodríguez, quien estuvo en el cargo un par de años y luego renunció, siendo reemplazado por Monseñor Miguel Caviedes. En 1994 falleció Monseñor Narváez, quien en ese entonces era Vicario General, por lo que el Padre Paolo se hizo cargo de esa responsabilidad hasta el año 2010, siendo nombrado por Monseñor Miguel Caviedes previa consulta al obispo emérito Orozimbo Fuenzalida.
En 1996 fue nombrado párroco de la Parroquia San Miguel, en la Catedral de la Diócesis, donde permaneció por otros catorce años para, finalmente en el año 2010, ser destinado por Monseñor Felipe Bacarreza como párroco en la Parroquia San Judas Tadeo, en la población Santiago Bueras. Hoy ya son doce años de comprometido servicio con esa comunidad.

Su palabra como consejo
El Padre Paolo es uno de los sacerdotes más antiguos de la Diócesis, por ello su palabra es muy bien recibida en diferentes situaciones cotidianas y extraordinarias. En nuestra Fundación es considerado hasta el día de hoy miembro permanente del Directorio en el rol de Consejero, siendo también requerido en el Consejo Económico de la Diócesis.
En los tiempos difíciles de nuestra historia nacional estuvo a cargo de la Vicaría de la Solidaridad (posteriormente renombrada Vicaría de la Caridad) en la provincia. Asimismo, también pudo participar con las comunidades del Alto Biobío, colaborando en acciones misioneras en 1974 en la reducción de Cauñicú. En esa misma época se desarrollaron misiones en Pejerrey, donde llegó en su primera Citroneta para confesar a más de un centenar de niños y jóvenes que harían su primera comunión y confirmación. Con
su apoyo se lideraron los centros de alumnos de todos los colegios de enseñanza media que había en aquel tiempo y junto a él se formó la Federación de Estudiantes de Bíobío, apoyando, acompañando e iluminando para buscar el bien común en la educación de nuestra diócesis.
Hoy entrega su palabra de aliento, mensaje de esperanza y contención a los feligreses de su comunidad en Santiago Bueras, parroquia que se mantiene en completo orden y pulcritud gracias a Micaela, leal y abnegada señora de la casa parroquial.
Donde encontremos al Padre Paolo siempre tendrá la voluntad para escuchar y acompañar en la situación que cualquier hermano o hermana lo requiera. Sus 77 años han dejado huellas, historias y moralejas que a todos nos pueden enseñar. Agradezcamos a Dios Padre por la gracia de aún tenerlo entre nosotros.